Hace aproximadamente un lustro, el arquitecto Óscar Niemeyer regaló a la Fundación Príncipe de Asturias el boceto de lo que actualmente es el Centro Niemeyer. Lo hizo con motivo del 25 aniversario de la Fundación, en agradecimiento al premio que ésta le otorgó en 1989. Debido al elevado coste del proyecto, y al escaso grado de maduración del mismo, los gestores de los premios asturianos decidieron donar el boceto al Gobierno del Principado de Asturias que, unos meses más tarde, decidiría desarrollarlo y levantarlo en Avilés. Esta fue la primera de una cadena de decisiones que darían paso a uno de los mayores proyectos culturales de España.
Arquitectónicamente correcto
El primer motivo por el que el Centro Niemeyer es arquitectónicamente correcto es precisamente su ubicación en Avilés, una ciudad castigada durante décadas por una industria pesada que impedía vislumbrar horizontes más allá de la sempiterna cabecera siderúrgica. A pesar de ello, durante los años 90, y sobre todo en la última década, fueron muchos los esfuerzos realizados para mejorar la imagen de la ciudad y la calidad de vida de sus habitantes. Una gran apuesta urbana que comenzaría con el saneamiento del entorno marítimo y fluvial, y que se completaba con la peatonalización masiva del casco histórico y un ambicioso plan de rehabilitación de sus edificios más emblemáticos. Sin embargo, faltaba la guinda, y esa guinda es precisamente la que ha venido a poner el Principado ubicando el centro cultural en Avilés. Una apuesta a priori arriesgada, pero que constituye un acto de justicia con una ciudad ofuscada que había dejado de creer en sí misma.
El segundo aspecto coherente del Centro Niemeyer desde el punto de vista arquitectónico es su coste. Con un presupuesto total que ronda los 44 millones de euros, el complejo de la Ría avilesina está muy lejos de las cantidades estratosféricas que generalmente consumen este tipo de proyectos. Basta con echar un vistazo a nuestros vecinos vascos, que invirtieron en su Guggenheim más de sesenta millones ya en la década de los noventa; o a la Comunidad Valenciana, cuya Ciudad de las Artes y las Ciencias ya se ha llevado por delante más de mil millones de las arcas públicas. La fantasmal Ciudad de la Cultura gallega o el remodelado Ayuntamiento de Madrid completan un cuadro de inversiones desproporcionadas por parte de las administraciones públicas que parecen haberse puesto de moda en las últimas décadas. El Centro Niemeyer ha sido, a todas luces, un proyecto barato.
Respecto al rendimiento que generan a largo plazo este tipo de inversiones, hay quien no duda en calificarlas de “pelotazos” urbanísticos. De un tiempo a esta parte, todas las ciudades quieren tener su Gehry, su Calatrava… y su Niemeyer. Pero el término debe ser matizado porque, a priori, no constituye ningún delito ubicar este tipo de proyectos en zonas urbanamente degradadas con el objetivo de revitalizarlas. En un caso de corrupción urbanística incurre aquél que, bajo presiones empresariales de diversa índole, y a cambio de todo tipo de compensaciones, gestiona la cosa pública de manera fraudulenta, sin tener en cuenta los procesos democráticos de toma de decisiones en una administración, y realizando favores a empresarios a cambio de compensaciones personales. En el caso de Avilés, sin embargo, nos encontramos con que los suelos en los que en el futuro se desarrollarán promociones de viviendas son en la actualidad de titularidad pública, y han sido las administraciones públicas las que han decidido otorgar usos terciarios a una zona industrial deprimida. Por lo tanto, los constructores que en el futuro quieran realizar sus promociones en dicho suelo, tendrán que abonar a las arcas municipales y autonómicas las cuantías oportunas por el valor de dicho terreno y, en última instancia, esto repercutirá en el bienestar de los ciudadanos. No son por lo tanto constructores privados los que, estando en propiedad de un suelo deprimido, deciden presionar al ayuntamiento para que permita en él usos urbanos. Son las propias administraciones las que, como titulares de dichos terrenos, han decidido revitalizarlos, provocando de esta manera un doble efecto beneficioso para la ciudadanía: por un lado, la recuperación ambiental y urbanística de la zona y, por el otro, la generación de unas plusvalías que en última instancia servirán para realizar otro tipo de inversiones. El proyecto se llama Avilés Isla de la Innovación y sus promotores, las administraciones públicas, ya se han unido en sociedad para tal fin. Ni un solo promotor privado se encuentra representado en dicha sociedad.
Un último aspecto de la naturaleza arquitectónica del complejo tendría que ver con su carácter integrador. El Centro Niemeyer no es una más de las apuestas arquitectónicas mastodónticas del Siglo XXI. El complejo avilesino no apabulla con sus dimensiones, ni deslumbra con sus reflejos, ni impone con su altura. Todo lo contrario: el Centro Niemeyer es un espacio de proporciones coherentes, que se integra perfectamente en el entorno portuario e industrial en el que se ubica. Los nuevos edificios pueden además generar sinergias interesantes con la ciudad, con la que interactúan gracias a dos nuevas pasarelas y un renovado paseo marítimo. Sus curvas suaves y uniformes otorgan al complejo un aire de humildad, naturalidad y coherencia. Es, en definitiva, un proyecto bello que, sin embargo, no incurre en excesivos alardes. Insuficiente para los devotos de la arquitectura hiperbólica, pero coherente con los usos que se le quieren dar. Vamos a verlos.
Culturalmente ambicioso
Cuando el centro cultural de Avilés todavía no era más que una simple maqueta, y en su futuro emplazamiento se acumulaban montañas de piezas siderúrgicas, al Partido Popular de la ciudad se le ocurrió rebautizar el proyecto como el Centro Óscar Mayer. Consideraban los conservadores que el complejo de Avilés era una especie de fiambre, un continente sin contenidos que se quedaría un una promesa electoral más de los “sociolistos”. Se equivocaban, y la broma que en su día pudo resultar ingeniosa por el juego con el nombre del arquitecto, perdió buena parte de su gracia y se volvió rápidamente en contra de los populares.
A estos “macarras de la moral”, que diría Joan Manuel Serrat, se les acabaron los argumentos el día que, con el centro todavía en cimientos, comenzó a funcionar la Fundación Niemeyer, que desde entonces gestiona la vertiente cultural del proyecto. Con un presupuesto irrisorio, y en un hecho casi sin precedentes en la historia de España, el centro empezó a programar eventos culturales antes de que las máquinas hubieran terminado su trabajo. El contenido llegó antes que el continente, y llegó además con una fuerza que sorprendió a todos los avilesinos, incluyendo en este caso a la oposición y al propio gobierno local que, por aquél entonces, todavía no tenía los deberes hechos.
Al de sobra conocido idilio de Woody Allen con el centro cultural, se fueron uniendo poco a poco otros nombres de la talla de Wole Soyinka, Carlos Saura, Wim Wenders o Paulo Coelho. Pero no nos equivoquemos, Avilés ya era una ciudad con una gran inquietud cultural antes de que el Centro Niemeyer atracara en la Ría. Lo que la Fundación pretendió fue, sin embargo, elevar esa tradición cultural al rango de excelencia; y de esa idea surge el proyecto bautizado como C-8 de la Cultura, un encuentro entre los principales centros culturales del mundo que equiparaba el equipamiento avilesino con otros referentes internacionales como el Lincoln Center neoyorquino, el Pompidou francés o la Biblioteca de Alejandría.
El proyecto ganó adeptos, y el cine dio paso a otras disciplinas, de manera que poco a poco se fue consolidando la idea de que todas las artes caben en el Niemeyer. Exposiciones, música, teatro, gastronomía, palabra y educación acompañan al séptimo arte en este ambicioso proyecto cultural que va más allá de las caras conocidas, y que cuenta con un Consejo Asesor Internacional en el que participan, entre otros, el mencionado Woody Allen o el científico Stephen Hawking.
Paco de Lucía, Joan Manuel Serrat, Yo-Yo Ma o el difunto Enrique Morente vendrían a poner la música a un espacio en el que todo cabe, y que no duda en ofrecer oportunidades a los jóvenes artistas asturianos. Los alumnos del Conservatorio de Música, los estudiantes de Arte Dramático o los jovencísimos The Morrigans también han tenido la oportunidad de dar a conocer sus proyectos artísticos en el nuevo marco cultural avilesino. Un apuesta innovadora y variopinta que responde a la filosofía de su Director, Natalio Grueso, cuando afirma en una reciente entrevista que el Niemeyer “no es un museo, sino un centro cultural en el que caben todas las artes.” La vertiente cultural del centro es esencial para complementar su naturaleza arquitectónica. Pero hay un último elemento determinante en todo este proceso, y es que el Centro Niemeyer es, promocionalmente, impecable.
Promocionalmente impecable
Impecable por infinidad de motivos. Porque con un presupuesto ínfimo ha conseguido cientos de minutos de televisión. Porque, de haberse optado por la vía publicitaria convencional, se habría realizado una inversión millonaria. Porque, con la promoción del Centro Niemeyer, no sólo se da visibilidad al proyecto fuera del Principado, sino que también se legitima su naturaleza a nivel autonómico y local.
Los avilesinos estaban hartos de salir en los medios porque un terrorista había montado las bombas del 11 de Marzo en la ciudad, o porque un nuevo asesino de los llamados machistas había tenido a bien cometer su infamia en la ciudad. Ver a Brad Pitt pasean por los soportales del casco histórico de la villa constituía un hito capaz de cambiar una mentalidad de una ciudad ahogada en su propio llanto. Con Pedro Zuazua a la cabeza, el equipo de comunicación del Niemeyer ha conseguido en tres años más impactos televisivos para la ciudad que en los más de cincuenta años de historia del ingenio. Ha conseguido más búsquedas en Google de las que jamás se habrían podido soñar. Ha conseguido un Trending Toppic, más de 6.000 amigos, cientos de comentarios en medios de comunicación, e infinidad de artículos en blogs modestos como el que gestiona un servidor.
Por Avilés han pasado cientos de periodistas, nacionales e internacionales, que han vuelto a sus redacciones con un buen puñado de fotos en sus tarjetas, y unos cuantos halagos en la libreta. Sobre el Niemeyer se han escrito artículos kilométricos que han desvelado lo mucho que se está haciendo en una pequeña ciudad asturiana por cambiar el pasado y afrontar el futuro. Se ha activado ese mecanismo emocional que conlleva el éxito del pobre, el que hace que nos sintamos reflejados en una ciudad que, sin ser nada, puede llegar a ser todo lo que se proponga. Avilés es el Sporting matagigantes, el Súper Depor, el Euro Geta… Es el espejo en el que se miran millones de españoles que, asombrados, se sienten identificados por el hecho de que no todo se haga en Madrid, o en Barcelona, o en Bilbao.
Avilés está en el mapa y, aunque todo influye, el elemento de promoción ha sido sin duda el que más ha sobresalido. Y en conjunto, si sumamos una arquitectura correcta, una gestión cultural ambiciosa, y una promoción impecable, tenemos como resultado uno de los proyectos culturales más importantes del momento. Estas tres patas son las que, a mi juicio, sostienen El Milagro Avilesino.